Entresemana

Del verbo descalificar

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Moisés Sánchez Limón

Hace unos ayeres, en un seminario para periodistas iberoamericanos celebrado en el Instituto José Martí, en La Habana, Cuba, hubo una enriquecedora discusión en torno del papel del periodista como militante de un partido político.

En lo personal, dije que no militaba ni militaría en un partido político, de la estructura ideológica que fuera, porque siempre se corre el riesgo de terminar en calidad de vocero del instituto político del que se trate y, en consecuencia, la información que se redacte carecerá del fundamento plural convirtiéndose en difusión sectaria.

Mire usted. En esa discusión participaron jóvenes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, del Frente Sandinista de Liberación Nacional, de Los Montoneros, de la entonces guerrilla chilena, activistas argentinos, brasileños y colombianos, entre otros, de izquierda. En fin, guerrilleros la mayoría en toda la extensión y, por supuesto, con un objetivo elemental: transformar la situación que privaba en su país.

Personajes de esas pláticas y discusiones extra aulas, eran, entre otros prohombres de la dictadura latinoamericana,  Augusto Pinochet y el recién derrocado Anastasio Somoza Debayle. Entonces, Daniel Ortega Saavedra, uno de los dirigentes del Frente Sandinista de Liberación Nacional, estaba en el ejercicio de la Presidencia de Nicaragua.

Y sí, de 1979 a 1990 fue Presidente de aquel país, hasta que perdió frente a doña Violeta Barrios de Chamorro y, consecutivamente, frente a Arnoldo Alemán Lacayo y Enrique Bolaños Geyer, hasta que en enero de 2007 reasumió el mando presidencial. Pero, su gobierno dista de la esencia que lo llevó, junto con el equipo del FSLN a derrocar a Somoza en aras de una Nicaragua libre de la dictadura que lo mantenía en la pobreza.

Lamentablemente, Nicaragua sufre a un Daniel Ortega que pasó por encima de los objetivos que dieron vida y motivo junto con la simpatía internacional, incluso el FSLN tuvo el apoyo del entonces presidente José López Portillo, y se convirtió en dictador, en la figura que detestó y lo llevó a tomar las armas.

Y qué le digo del teniente coronel Hugo Chávez Frías, a quien por allá del año 2000 el magisterio universitario, los libres pensadores, militantes de izquierda y, en fin, los venezolanos en amplia mayoría lo apoyaban y creían en su lucha.

Creyeron en sus promesas y, al poco tiempo, digamos tres años más tarde se desilusionaban paulatinamente de este personaje que durante 14 años ejerció el poder y, en ese largo periodo no sólo no cumplió con sus ofertas de lucha, al contrario, generó pobreza e inconformidad y polarizó a la sociedad venezolana.

Chávez Frías sucedió en el poder a Rafael Caldera, quien lo indultó en 1996, es decir, cuatro años después de que fue encarcelado por encabezar el fallido golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez. ¿Qué heredó Chávez? Cuando Hugo Chávez falleció, le sucedió en el poder Nicolás Maduro, cuyo principal antecedente fue su desempeño como canciller y vicepresidente con Chávez.

¿Qué ocurre en Nicaragua y en Venezuela? Sin descalificaciones ni perversidades mediáticas, al margen de filias y fobias, con la serenidad del análisis y recuento de la realidad, en ambas naciones la polarización social es caldo de cultivo de un movimiento que, vaya con estas realidades, volverá a sus orígenes en busca de la justicia social y, a este tema, súmele usted todo aquello que no se logró, en Nicaragua desde el golpe que tumbó a Somoza en 1979 y, en Venezuela, el que presumió la fundación de la Quinta República.

No, no se trata de descalificar ni considerar como una obligada analogía lo que ocurre en esas naciones con la previsión de lo que ocurriría en México con el triunfo electoral de un aspirante a la Presidencia de la República que ha hecho campaña durante más de doce años y que, como gobernante de la capital del país no fue, con mucho, el personaje que presume ser.

Hay muchos claroscuros en ese transitar de Andrés Manuel López Obrador rumbo al cumplimiento de su sueño de llegar a Los Pinos. Y bien, respetable aspiración.

Dice mi colega poblano Serafín Vázquez: “Leo sus columnas, y veo que usted no quiere que Morena gane la Presidencia. Yo creo que no será peor que PRI y PAN”.

Otro colega, mi gurú a quien me une larga amistad y respeto, plantea el riesgo de que me ubiquen como un enemigo de Andrés Manuel López Obrador y, con la mirada puesta en el posible escenario de los nuevos integrantes del equipo gobernante del tabasqueño, me otorguen membresía en el círculo rojo.

Respondo que no es contra Morena y puntualizo que los militantes, simpatizantes y seguidores del Movimiento Regeneración Nacional merecen todo mi respeto y no he entrado a esa hueca discusión de buenos y malos, mucho menos he respondido con insultos a los insultos.

Simplemente no simpatizo con Andrés Manuel López Obrador, como no puedo estar de acuerdo con quienes lo crucifican y, ¡vaya contraste!, lo satanizan. Que haya millones de ciudadanos mexicanos que se aprestan a votar por él, es un buen ejercicio de la democracia que, mire usted, descalifican.

Y retomo mi postura de no militar en partido político alguno y evito caer en eso que considero nos llega a convertir en voceros y dejamos de lado la imparcialidad obligada, que demanda el lector, de quienes estamos más próximos a los sitios en los que se discuten asuntos de interés nacional. Ser periodistas nos instala en un lugar privilegiado en los escenarios de las ligas menores, intermedias y mayores de la política nacional.

Por eso, en estos asuntos en el que se conjuga absurdamente el verbo descalificar, bien se hará, por salud del país, respetar al que piensa diferente. Conste.

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