Claudia E. Anaya
La Catedral de Notre Dame, uno de los recintos católicos más visitados del mundo, ardió en plena Semana Santa a causa de un accidente, ya que fuentes oficiales señalaron los trabajos de restauración de la iglesia como el posible origen del incendio, ya que desapareció para siempre la aguja central del siglo XIX y numerosas vidrieras, algunas de las cuales databan de la Edad Media. La estructura de la nave y las dos torres se han salvado. Sin embargo, el daño simbólico es quizás mayor que el daño material.
Situada en el corazón de París, Notre Dame es un símbolo de Francia y ahora también se ha convertido en símbolo de la desidia política y ciudadana global hacia la gestión y la protección del patrimonio histórico-artístico.
Notre Dame se comenzó a edificar en el siglo XII y su arquitectura se convirtió en uno de los mejores ejemplos del estilo gótico europeo. Dentro y en los alrededores de la iglesia ocurrieron varios episodios capitales de la historia francesa y europea.
Durante la Revolución francesa de 1789, el edificio sufrió daños graves, entre ellos la mutilación y decapitación de las figuras de los reyes en la fachada occidental.
Años después, en 1804, Napoleón Bonaparte fue coronado ahí como emperador y se lanzó a la conquista de Europa, Egipto y Rusia.
Notre Dame ha inspirado decenas de obras de arte, como el amor trágico de Quasimodo en la novela Nuestra Señora de París del escritor Víctor Hugo.
Pero para la mayoría de sus 30,000 visitantes diarios, Notre Dame es poco más que una de las postales más reconocibles de París, como la Torre Eiffel, la pirámide del Louvre (y la Mona Lisa) o el Arco del Triunfo.
El incendio de Notre Dame de París ocurrió siete meses después del incendio que destruyó otro símbolo patrimonial: el Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro y las aproximadamente 20 millones de piezas que resguardaba.
Ahora en Francia, en medio de la consternación por la pérdida irreparable, se ha vuelto a conocer las grandes dificultades que un monumento como la catedral parisina, pese a su valor patrimonial, tiene para recaudar el dinero para su restauración, aun cuando su propietario es el Estado francés.
Por desgracia, el caso de Notre Dame no es la excepción sino la triste norma en el mundo patrimonial.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) presenta informes anuales donde publica sobre el estado de salud de los monumentos más valiosos de la humanidad, y quienes están incluidos en la lista del Patrimonio de la Humanidad.
Se trata de más de 1092 sitios entre los cuales se encuentran, Machu Picchu en Perú, el Taj Mahal en la India, la Gran Muralla china y, por supuesto, las orillas del río Sena, que incluyen la catedral de Notre Dame. Año tras año, la desoladora conclusión de numerosos informes es la misma: los bienes de nuestro patrimonio mundial desaparecen o sufren daños irreversibles sobre todo por la falta de recursos y del impacto del turismo globalizado.
En el caso de Notre Dame, un informe de la Unesco ya alertaba en el año 2000 de los graves daños que presentaba la catedral. Pese al valor universal del edificio, se tardó más de una década en iniciar las obras de restauración.
Lo que no mencionan los informes de la Unesco son los efectos negativos del turismo de masas y que no ha ayudado a recaudar suficiente dinero para la restauración, pese a que Notre Dame recibía aproximadamente trece millones de visitantes cada año.
Tuvo que ocurrir una catástrofe histórica para que no le falte dinero a Notre Dame. Pero no será una restauración, sino una reconstrucción que con seguridad generará polémica, como la que llevó a cabo el arquitecto Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc en el siglo XIX al añadir, entre otros elementos, las famosas gárgolas y la aguja que se desmoronó entre las llamas.
El incendio de Notre Dame evidencia también un grave problema denunciado por la Unesco y otras instituciones de conservación patrimonial: la carencia generalizada de planes para gestionar siniestros en edificios de alto valor histórico.
En un incendio en pleno centro de París, pasaron preciados minutos antes de que los bomberos apareciesen con sus mangueras en el techo de la iglesia. Para ese entonces las llamas se habían adueñado del techo de maderas centenarias y su avance era imparable.
Tras el infortunio, llovió el torrente de selfies en las redes sociales con la iglesia quemada de fondo y el hashtag de turno para demostrar que se estuvo allí. Acaso, la reflexión más importante se extinguirá con la misma rapidez que las llamas: la falta de una sensibilidad real y colectiva hacia el patrimonio histórico-artístico que se traduzca en acciones políticas de preservación.
Notre Dame de París llevaba décadas pidiendo dinero para su restauración mientras empeoraba el estado del edificio.
Durante las grandes obras de reforma urbana de George-Eugène Haussmann, entre 1852 y 1870, que destruyeron gran parte del París medieval que rodeaba a Notre Dame, la capital francesa se convirtió en una de las cunas de la conciencia moderna de la defensa del patrimonio histórico y artístico.
Tragedias como las acontecidas en París y Río de Janeiro nos alertan de que esa conciencia debe modernizarse para evitar la destrucción de patrimonio histórico que simboliza naciones y valores globales.