Si me permiten hablar

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Día del niño. ¿Reflexión o pachanga?

Ana Celia Montes Vázquez

Por segundo año consecutivo llega el Día del Niño (30 de abril) en medio de la crisis sanitaria y económica por coronavirus, situación que agudiza aspectos mercantilistas fomentando, sin lugar a duda, el gusto por poseer más allá del humanismo que debe prevalecer en la formación de niñas, niños y adolescentes, y ni qué decir de valores cívicos. ¿A qué me refiero con esta afirmación? A esta cuestión respondo con otra: ¿En qué celebración del Día del Niño, por lo menos en nuestro mexicano país, se han siquiera mencionado los derechos de los infantes?

Así es, porque el origen de esta fecha es la de conmemorar y tener presente la importancia de la protección a la niñez a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos emitida, aceptada y acatada por varias naciones y organismos empezando por la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU), y ya centrándose más en la Declaración de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, en donde se plantea el tener una nombre e identidad y ser los primeros en recibir auxilio en casos de desastre, por citar a algunos aparte de los consabidos a la salud, educación y seguridad.

Sin embargo, nada de eso se les dice ni a los niños ni a los adultos, ni tampoco que se trata de promover valores como tolerancia y respeto en sana convivencia en diversidad volviéndose entonces una celebración, una fiesta en toda la extensión de la palabra para divertirse con la respectiva entrega y recibimiento de regalos, porque eso sí, los pequeños festejados requieren cual pozo sin fondo obsequios y diversiones que les reiteren que son muy queridos y adorados por todos los adultos que los rodean sin importar costos, tanto económicos como de salud en estos tiempos de emergencia sanitaria que, al parecer, ya muchos no toman muy en cuenta.

Y no está mal; sin embargo, cuando salen publicadas cifras de cómo se incrementaron las ventas en línea y a cuánto ascendieron sus ganancias sobre todo en esta pandemia no se puede dejar de lado toda aquella mercadería dedicada a los infantes. Cajas, empaques y bolsas con ropa, artículos para bebés, videojuegos, muñecos, alimentos y diversos artículos destinados a los menores de edad para sobrellevar el confinamiento por emergencia sanitaria son parte del paisaje urbano, permitiendo también a los adultos sobrellevarla a lo largo de trece meses y lo que falta.

En otras palabras, pudo y puede más el tener que el ser, lo cual conduce al significar, al ser humano, de que el propio individuo encuentre el sentido de su vida y eso definitivamente no se logrará enfrascado en los juegos de video dejando de lado actividades más humanistas como la lectura, el estudio, el deporte y los quehaceres, mismos que promueven la concentración, la creatividad, la habilidad y la humildad además de sentimiento de utilidad.

En este sentido sólo se puede explicar que constituye una continuación del estilo de vida de los adultos, quienes se supone son más maduros y tienen más sentido común para la toma de decisiones familiares, se sacuden responsabilidades y sólo se dedican a vivir el momento incluso a costa de un detrimento de la economía yéndose por la facilidad e inmediatez.

Cuando se habla de ambientes criminógenos de inmediato se remite a la pobreza y marginalidad, siendo que aún en la opulencia se dan las condiciones de abandono e irresponsabilidad para que un niño o adolescente guarde el suficiente rencor social y falta de empatía que desencadene en conductas delictivas en algún momento.

Pues bien, aquí y ahora en México como en otras partes del mundo el cariño a los infantes se midió en función del dinero invertido en especie o en festejos o en ambos, fomentando la formación de individuos caprichosos, vacíos, aburridos eternos y consumistas, puramente materialistas.