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Atavismos y poder

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Moisés Sánchez Limón

Cuando el 11 de septiembre de 1971 con compañeros cecehacheros fui a Avándaro, al Festival de Rock y Ruedas, que se quedó sin ruedas pero enraizó en gran lección de la juventud mexicana avalada por la música sin siglas ni falsas ideologías, de civilidad con el verdadero paz y amor –no el propagandístico insultante del inquilino de Palacio– desconocía que desde el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz y hasta el de José López Portillo estaban vedados los festivales que congregaran a jóvenes.

¿A qué le temían los presidentes que hicieron todo lo posible por cancelar movimientos musicales de las juventudes de esos días?

Bueno, la prohibición en el primer año del sexenio echeverrista fue burlada con la invitación selectiva a un rally que se anunció sería amenizado con un par de conjuntos de rock, uno de ellos el entonces famoso Javier Bátiz, porque nadie imaginó que en aquel llano del municipio de Valle de Bravo se congregarían más de 250 mil jóvenes, hombre y mujeres que acudieron a escuchar música de una decena de grupos. Nada de política, sólo rock.

Fresca la matanza de estudiantes el jueves de corpus, 10 de junio de 1971, y con el antecedente del 2 de octubre de 1968, cuyos fantasmas deben seguir atenazándole la conciencia, Luis Echeverría ordenó cerrar todo inmueble que concentrara a jóvenes. La prohibición se endureció de tal forma que el rock mexicano feneció cuando se encontraba en su máximo esplendor.

Con Díaz Ordaz, Ernesto P. Uruchurtu, antes de que lo corrieran de la regencia del entonces Departamento del Distrito Federal, convertido en inmaculado defensor de las buenas costumbres durante los 14 años que duró en el cargo, hizo todo para acabar con la diversión nocturna en la capital del país y las concentraciones –negó permiso a los Beatles para presentarse en la capital del país en 1965–. Su sucesor Alfonso Corona del Rosal relajó un tanto esa medida y hubo vida nocturna en el Distrito Federal, pero no concentraciones. ¡Válgame!

En fin. La referencia a las concentraciones de jóvenes, la prohibición a celebrar festivales que congregaran a la juventud, entrañaba dos motivos: en esos días el temor a la organización juvenil que salió a las calles a protestar en 1968 y en 1971 contra el gobierno y, en especial, el Presidente de la República; y, otro que prevalece, el de los atavismos presidenciales, el imperativo de demostrar quién manda en el país, donde no se mueve la hoja de un árbol sin el consentimiento y conocimiento del señorpresidente.

Y sí, la estrategia fue desmantelar a la organización juvenil en esos años de la transición mexicana, del desarrollo estabilizador al arriba y adelante que siguió con la solución somos todos y trató de reencauzarse con la renovación moral de la sociedad en la época de las alianzas y los acuerdos por la unidad nacional, cuando a Miguel de la Madrid se le deshacía el país y, en el colmo de los colmos,  los terremotos de septiembre de 1985, lo sorprendieron sin elementos materiales y de coordinación para enfrentar a la tragedia nacional.

Y resulta que muchos de esos jóvenes que simpatizaron e incluso participaron en los movimientos del 68 y del 71, hoy están en el poder. Unos llegaron temprano al Congreso de la Unión, luego a cargos en el sector público –local, estatal y federal– desde donde han hecho negocio del discurso contestatario, aunque la genuflexión es el sello de la democracia vertical de estos tiempos morenos. Pero, vaya.

Quizá y sólo quizá los seguidores y simpatizantes del licenciado López Obrador consideraron que con su voto depositado en las urnas el domingo 1 de julio de 2018, pensaron que acabarían con lo que ahora llaman la época neoliberal que empobreció a México y empoderó a un grupo de pillos a quienes el inquilino de Palacio ha llamado, ya no con recurrente frecuencia, La Mafia del Poder.

Es posible que los 30 millones de votos consolidados entre Morena y sus socios del ambivalente Partido Verde Ecologista, del Partidos del Trabajo, originalmente presupuestado en el salinismo, y del derechista Partido Encuentro Social, hayan considerado que se acababa la época, larga época del poder centralizado en un solo hombre y que, ahora sí, gobernaría la democracia sustentada en la voluntad popular.

Lástima, se equivocaron y no lo admiten. Por supuesto hay quienes confunden el ser institucionales con la ofensiva actitud servil “por amor a México”. Pero, finalmente convinieron en la voluntad reiterada del licenciado López Obrador y lo llevaron al máximo cargo de elección popular del país.

Y desde ese cargo que –incongruencias del discurso de acabar con los conservadores, golpistas y neoliberales, ejerce desde el Palacio Nacional, donde incluso vive– juró encabezar un gobierno con el pueblo y olvida que los empresarios todos, son parte del pueblo, aunque él ha insistido en la polarización del pueblo bueno y el pueblo malo, y les ha negado audiencia. ¡Ah!, ha hablado con quienes tienen la sartén por el mango, los grandes, los realmente dueños del dinero. ¿A poco no?

No, no se trata de ser abogado del diablo. No. El sector empresarial no es la comunidad de las hermanas de la caridad ni filántropos en ciernes dispuestos a regalar el dinero, porque una empresa es un negocio y los negocios en el mercado de la oferta y la demanda se hacen para ganar dinero. El consumidor es el factor que sustenta la cadena.

El tema es que, en evidente ausencia de una política económica frente a la crisis sanitaria, sin asideros en un Plan Nacional de Desarrollo que es una relatoría de buenos deseos, despreciar y soslayar apoyos al basamento del aparato productivo, es decir, a la micro, pequeñas y medianas empresas, éstas que sustentan al sector manufacturero de exportación y que genera empleos y divisas, es como suicidarse.

Y demuestra el voluntarismo presidencial que procede con los atavismos que arrastra de esos tiempos en los que soñó con el poder y, ahora, obtenido, lo disfruta con cierto halo enfermizo que demuestra todas las mañanas en la homilía desde el Salón de la Tesorería de Palacio Nacional, ese espacio que trae los recuerdos del grupo de los Científicos, los influyentes prohombres del gabinete de Porfirio Díaz.

No escucha, se niega a oír las recomendaciones, peticiones, propuestas como las hechas por gobernadores, representantes de la Iniciativa Privada, legisladores y líderes sindicales que, para amainar el impacto de la crisis económica por la emergencia sanitaria por coronavirus o COVID-19, plantean propuestas para reactivar la economía, de apoyo a las micro, pequeñas y medianas empresas (mipymes).

Incluso, en el mejor ejemplo de cómo entiende el ejercicio del poder, fincado en ese centralismo que combatió y criticó a sus antecesores en su larga campaña en busca de la Presidencia de la República, López Obrador fustigó al Consejo Mexicano de Negocios por el acuerdo que firmará con el BID Invest, miembro del Grupo BID, para financiar empresas y proyectos sostenibles, con el respaldo de la Secretaria de Hacienda y Crédito Público para facilitar el financiamiento de las cadenas productivas y apoyar a las micro, pequeñas y medianas empresas (Mipymes) de México.

Antonio del Valle Perochena, presidente del Consejo Mexicano de Negocios le aclaró que ésta es una operación privada y no entraña ningún crédito que contraiga el gobierno; vaya, en pocas palabras le dijo a López Obrador que no se acelere y se entere de qué se trata ese acuerdo que implica un crédito por 12 mil millones de dólares que pagarán los empresarios, no el gobierno del que sólo se requiere aval, no compromiso de segundo obligado.

Sí, ese aval no podemos nosotros otorgarlo, porque no queremos endeudar al país y queremos rescatar primero a los más necesitados”, dijo un enfurecido señorpresidente en la mañanera cuando se enteró que la secretaria de Economía, Graciela Márquez, no le había informado de ese tema.

“Y además no me gusta mucho el modito de que se pongan de acuerdo y quieran imponernos sus planes. Si ya no es como antes, antes el poder económico y el poder político eran lo mismo, se alimentaban, se nutrían mutuamente; ahora ya no, ahora el gobierno representa a todos, hay una separación entre poder económico y poder político.

“Entonces, ¿cómo que se hace un acuerdo y que ahora Hacienda lo avale? ¿Y qué?, ¿nosotros estamos aquí de floreros, de adorno?

“(…) Yo nada más veo. Imagínense que el presidente se entera de que ya hubo un arreglo y que nada más van a pedirle que Hacienda avale, si es que así lo imaginaron; o cuando dijeron que el gobierno se adhiera a nuestro plan económico. ¿Cómo? Es mucha la prepotencia. ‘A ver, te voy a dictar lo que tienes que hacer’. No”, dijo con soberano pero mal fundado encabronamiento el señorpresidente.

Sí, nada ha cambiado. Son los atavismos y la voluntad presidencial, ésta que determina quién y cuándo se reúne, que lo mismo prohíbe festivales de rock para aplacar a la juventud y hasta acuerdos que apoyan a la economía nacional, pero como no fue consultado y requerido su visto bueno, pues no le gusta el modito. Conste.

COMO ME LO PLATICARON. La pandemia del Covid19 entre otras cosas ha sacado a flote lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Por un lado estamos viendo grandes y extraordinarias muestras de solidaridad, pero también, por desgracia, mucha mezquindad, avaricia y la oportunidad de lucrar con el dolor ajeno o la necesidad de otros. Entre estas últimas destaca la poca o nula comprensión de parte de escuelas y colegios particulares que no dejan de lucrar ni entender el gran problema económico que viven las familias mexicanas, cobrando, sin desquitar las mismas cuotas o cuando mucho otorgan raquíticos descuentos de 10 y hasta 15 por ciento, sólo y cuando los padres de familia hagan los pagos puntuales de las cuotas, por unas clases que están suspendidas o cuando mucho las justifican con incipientes clases virtuales. Entre otros colegios destacan el Cedros y el Vermont. Digo.

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