Moisés Sánchez Limón
Aparentemente la máxima de saber perder y saber ganar no es aplicable a los partidos políticos en esto de los procesos electorales, a la luz de la estridencia declarativa y las movilizaciones contra la decisión del árbitro de la contienda.
Crear leyes, votarlas en evidente consenso mayoritario, encauzarlas y luego descalificarlas, es el contrasentido elemental de los juegos del poder en el Congreso de la Unión, donde las fuerzas políticas miden espacios y determinan rangos de influencia entre la ciudadanía.
En términos llanos, los partidos impulsan el marco normativo del que renegarán e incluso combatirán en movilizaciones callejeras y declaraciones de envoltura descalificativa, en aras de lograr y mantener estancos de poder.
Por eso, no asombran esas posturas postelectorales. Porque la aparente mecánica de descalificar al vecino de enfrente y arrasar con la credibilidad de los consejeros electorales, sí, ésos ciudadanos a los que designan para arbitrar los comicios y aplicar la ley, pero igual poner en tela de duda las decisiones jurisdiccionales de los magistrados electorales, son parte de la estrategia de cómo saber perder.
Y es que, mire usted, salvo ciertas excepciones como la de Vicente Fox que en el año 2000 no se había preparado para ganar, prácticamente cualquier ciudadano aspirante a un cargo de elección popular tiene hasta el discurso que pronunciará en la fecha de la rendición de protesta al cargo, mas pocas ocasiones el mensaje en el que acepta la derrota.
En esas excepciones están, quiérase que no en obligada postura de civilizada condición, la panista Josefina Vázquez Mota y el priista Manuel Humberto Cota, que al caer el último voto contado y saber que no estaban siquiera en el dintel de la demanda de revisar voto por voto y casilla por casilla, admitieron la derrota.
Bien. El punto es que la protesta forma parte de la estrategia de saber perder porque, incluso en la básica medida de negarse a admitir la derrota, los perdedores pautan y ponen precio a su condición de perdedores en una contienda en igualdad de condiciones. Lo del gasto es diferenciado, pero cada quien determina cómo hace campaña.
En este tenor, consecuencia de lo ocurrido el domingo último en los comicios celebrados en seis estados del país –Coahuila, Estado de México y Nayarit para gobernador; Veracruz para alcaldes y Oaxaca y Tlaxcala en comicios extraordinarios focalizados—la geografía político partidista ha cambiado con rumbo a la sucesión presidencial.
Aún más, la tendencia de la necesaria alianza partidista que pueda encaminarse a una suerte de gobierno de coalición, se desprende con mayor fuerza cuando, margen aparte de que no se cumplió la previsión abstencionista en esta jornada comicial del domingo último, quienes habrán de gobernar en las entidades referidas, como en las que tuvieron relevo de gobierno el año pasado, lo harán y lo hacen con una reducida votación, que ronda el 30 por ciento de una reducida representación de ciudadanos anotados en las listas nominales.
Veamos, por ejemplo, el caso del Estado de México, cuya lista nominal es superior a once millones de ciudadanos, tuvo una participación ponderada en cincuenta por ciento, es decir, de seis millones un millón 800 mil habrán votado por el candidato ganador. ¿Es representativo?
Y, en contraste, en esto del cambio en la geografía partidista, un partido de reciente reacomodo en militancia comprometida, como es Morena, se instala en el segundo sitio como fueras política nacional, quiérase que no.
¿Qué es lo que procede frente a esta realidad postelectoral? Una mecánica elemental pero recurrentemente soslayada: utilizar el capital político para crecer en oferte, credibilidad y, elemental, mayor militancia.
La sucesión presidencial, vista de esta manera, será disputada entre dos partidos. Y no necesariamente será entre el PAN y el PRI. No, será entre dos alianzas y una fuerza solitaria con las siglas de Morena. ¿Será Andrés Manuel López Obrador el candidato oficial? Todo indica que esta es una perogrullada.
Lo importante, empero, es cómo aprovechar ese capital político que se tejió el domingo 4 de junio. Saber ganar, saber perder. Conste.
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